Afilar el hacha y el cansancio de final del trimestre

«Había una vez un leñador que se presentó a trabajar en una maderera. El sueldo era bueno, y las condiciones de trabajo, mejores aún, así que el leñador se propuso hacer un buen papel. El primer día se presentó al capataz, que le dio un hacha y le asignó una zona del bosque. El hombre, entusiasmado, salió al bosque a talar. En un solo día cortó dieciocho árboles. –Te felicito, sigue así –dijo el capataz. Animado por estas palabras, el leñador se decidió a mejorar su propio trabajo al día siguiente. Así que esa noche se acostó temprano.

A la mañana siguiente se levantó antes que nadie y se fue al bosque. A pesar de todo su empeño, no consiguió cortar más de quince árboles. –Debo de estar cansado –pensó. Y decidió acostarse con la puesta del sol. Al amanecer se levantó decidido a batir su marca de dieciocho árboles. Sin embargo, ese día no llegó ni a la mitad. Al día siguiente fueron siete, luego cinco, y el último día estuvo toda la tarde tratando de talar su segundo árbol. Inquieto por lo que diría el capataz, el leñador fue a contarle lo que le estaba pasando y a jurarle y perjurarle que se estaba esforzando hasta los límites del desfallecimiento.

El capataz le preguntó: –¿Cuándo afilaste tu hacha por última vez? –¿Afilar? No he tenido tiempo para afilar: he estado demasiado ocupado talando árboles”.

Vivimos en una sociedad y un sistema educativo en la que está mal visto parar, en la que no nos permitimos estar cansados aunque vayamos todos a rastras, en la que perder el tiempo es criticado aunque las mejores ideas, las que dan sentido a todo, surjan precisamente cuando estamos haciendo «nada», en la que jugar y disfrutar queda reservado a los momentos en los que hemos tachado la lista interminable de obligaciones, y eso a pesar de que el juego y el disfrute sea parte de nuestra naturaleza más intrínseca, aunque sea lo que nos hace más humanos, más alegres, más capaces.

Todos lo sabemos, pero seguimos actuando como autómatas, exigiéndonos y exigiendo a otros, sabiendo que esto sólo nos llevará a nuestro más alto nivel de incompetencia. Trabajamos a diario, con niños y niñas que precisamente, porque están aprendiendo cómo manejar correctamente su hacha, es de vital importancia, asegurarnos que la herramienta esté siempre bien afilada, porque si no restamos eficacia a sus esfuerzos, ya de por sí mayores que la de otros compañeros. Convivimos a diario, con sus esfuerzos continuados de seguir encontrando motivación y ganas y como junto a su tesón y pequeños-grandes logros, van colándose pequeños-grandes fracasos que les hacen dudar de si mismos y de su capacidad, cuando la mayoría de las veces no es esto lo que falla sino, como ocurre en el cuento, que su hacha no está desafilada.

Me decido a escribir esto porque no es ni uno, ni dos, los niños que después de estar llevando un buen trimestre y con muchos avances, en las últimas semanas comienzan a fallar, a empeorar su actitud, a estar más sensibles y susceptibles, a tener ganas de abandonar y no hacer nada; y esto me lleva a reflexionar, cuántas veces a lo largo del trimestre nos hemos parado y les hemos enseñado a parar, para recobrar fuerzas, para volver a ponerse a punto, para recobrar la alegría, el disfrute, las buenas ideas, o por el contrario hemos creído que no teníamos tiempo para eso, porque lo más importante era «talar árboles». Y nosotros, los adultos… ¿nos hemos permitido parar en este tiempo?, ¿somos a estas alturas del trimestre la mejor versión de nosotros mismos? ¿o vamos por el contrario sobreviviendo, y disimulando nuestra impaciencia mientras esperamos las ansiadas vacaciones?

No hay nada más importante que le podamos enseñar a un niño que a crecer y a vivir de forma equilibrada según sus propios ritmos y necesidades, y para eso debemos predicar con el ejemplo. Si hemos corrido demasiado, apretado y presionado más de la cuenta, es lícito que pasado un tiempo, el cuerpo, la mente y el espíritu nos pidan o incluso nos impongan pisar el freno.

Ojalá en próximos trimestres logremos todos llegar sin ir con la lengua fuera y el enfado dentro, pero de momento, relajémonos y disfrutemos del merecido descanso que nos espera ya a la vuelta de la esquina ojalá, de una vez, sin deberes ni obligaciones.