Pablo es un niño normal

Nuestra mejor carta de presentación es el testimonio de las familias con las que trabajamos. Aquí os dejamos el de la madre de Pablo.

Su madre dice que no hay que comparar. Tiene rarezas, claro, como cualquier niño.

Hay que cortarle las uñas dormido, porque si no, no se deja. Lavarse las manos es una pelea diaria, por lo que sólo lo hace en casos de urgente necesidad (mal caso en tiempos de pandemia). De la ducha… mejor no hablar. Han recurrido a ducharle con vídeos en el móvil, porque si no, no hay manera. Y el ruido… El ruido es lo peor. Han tenido que sacarle del comedor del cole porque todos los días comía llorando. Lo curioso es que aunque no soporta el ruido, luego él pide a gritos a la gente que se calle. Los niños de hoy… No hay quien les entienda.

Pablo se pasa el día corriendo, saltando, buscando con su cuerpo el límite. Hay veces que juega a golpearse fuerte. Otras que cualquier caricia le duele como si fuera una profunda herida.  Hay veces que procura el contacto físico con sus padres y les lastima. Pero luego, grita y patalea porque una caricia le resulta insoportable. Los niños de hoy…. Viven un una burbuja.

Aún así a la mamá de Pablo no le terminan de cuadrar cosas. Le hablan de un centro de terapia ocupacional (madre mía, terapia tan pequeño… ¿no será pasarse?), y se acerca, se lo han recomendado varias “fuentes”…

Pues que sí. Que Pablo es normal. Que dicen que lo que tiene (disfunción en el procesamiento sensorial), lo tienen muchos peques… Pero si a Pablo le complica la vida, es cuestión de ayudarle en terapia, para que su vida y la de la gente de su alrededor mejore. Además, se hace en una sala que parece un parque de juegos personalizado, todo a través del juego, porque dicen que se aprende jugando. Así que Pablo empieza la terapia súper contento. Hace migas con su terapeuta, y va avanzando.

Efectivamente todo era un problema para Pablo, era un problema real. Las dificultades de integración sensorial hacen que su cerebro no sea capaz de organizar bien determinados estímulos en momentos concretos, por eso pasa de un extremo al otro, por eso no hay quien le entienda. Y si Pablo percibe que no se le entiende, sentirá no sólo que no importa lo que él siente, sino que lo que siente está mal. Por eso dicen que este tipo de “problemas” devienen en otros de autoestima. Por eso las peques que lo necesitan y no atienden esa necesidad pueden se vuelven retraídas, tímidas, inseguras…

Sólo un mes más tarde de empezar la terapia, la vida familiar parece distinta. Ahora en casa saben anticiparse, saben entender los momentos en que Pablo necesita comprensión, refuerzo, amor, silencio, movimiento.

Ahora que ya hay un “diagnóstico”, un nombre racional que ponerle, a la familia de Pablo le resulta más lógico todo, y esa comprensión, esa aceptación, son también la base afectiva que se necesita. Según la terapeuta va añadiendo elementos de trabajo, y Pablo los juega en casa, todo va mejorando. Compartir empieza a ser un juego, un acercamiento al otro, no una tensión emocional en la que se palpa el miedo a la intromisión, a la falta de respeto por “el espacio de Pablo”. Así lo nombraban sus padres: Pablo necesita mucho espacio. Poco a poco, cada vez va necesitando menos. Cada vez le gusta más que otras personas “entren en él”.

Según va siendo capaz de tocar cosas más pringosas, de jugar con plastilina, incluso con arcilla, de probar texturas y sabores nuevos (el tacto en lengua y boca también eran un gran problema, y eso que Pablo siempre fue buen comedor), también comienza a tener más vida social. Todo esto no eran rarezas de niño, era dificultad neuronal para encajar los estímulos táctiles, auditivos, de movimiento… y esto como es lógico, devenía en el miedo al contacto, tanto singular (comer aceitunas utilizando una servilleta) como grupal (no querer acercarse a sus iguales, por intolerancia al ruido, al contacto, al otro…).

A través de las actividades de estimulación vestibular y propioceptiva (todo parece un juego, pero todo tiene un propósito terapéutico profundo) hacen que su sistema nervioso central se vaya regulando. Y entonces perciben que no es que a Pablo no le interesasen las actividades no físicas, sino que su capacidad atencional, en esas otras sensaciones, era muy pequeña porque no se sentía bien. Al mismo tiempo, que todo fuese un hiper estímulo para él, lógicamente provocaba un gran cansancio, y todo se convertía en un trabajo titánico.

Al estar más conectado con su entorno, más conectado con su cuerpo, más seguro de sí mismo, las demandas y dificultades del día a día comienzan a ser alcanzables para él, superables, llevaderas. Empieza a colaborar en las tareas de la casa. Empieza a mostrar gran generosidad, empatía, afectividad. Deja de ser un niño “huraño”.

Pablo no se llama Pablo, pero podría. Cualquier niño, cualquier niña, cualquier persona adulta puede tener problemas de integración sensorial. No es nada nuevo, simplemente antes existía un contacto cotidiano con la naturaleza, el ritmo no era tan frenético, el juego cotidiano nos ayudaba a autorregularnos. En esta sociedad actual en la que todo eso se va perdiendo, quizá estas dificultades surgen con mayor vigor. O quizá somos más intransigentes con quien no cumple unos parámetros preestablecidos, y nuestros peques lo tienen más difícil en un entorno competitivo como el actual.

Pablo no se llama Pablo, pero sí es su madre quien suscribe estas líneas.

La terapia ocupacional se vuelve necesaria cuando en este mundo de las prisas buscamos que nuestras peques vivan de forma saludable y feliz. No es un proceso eterno, de hecho, es un aprendizaje más para la familia que para los peques. Los peques sólo tiene que dejarse llevar, dejar que el juego actúe, dejar que los estímulos vayan entrando sin miedo a que su cuerpo los pueda tolerar. Con la felicidad de poder sentir la arena, gozar la arcilla, resbalar el aceite, palpar la espuma de afeitar.

Feliz terapia. Feliz vida.

Gracias Samay

Fdo: La mamá de “Pablo”